sábado, 25 de septiembre de 2010

Despedidas y ausencias. Caleidoscopio.


Desde la lejanía de la alpujarra y sus gentes se me ocurre esta reflexión:                                                          
foto: René Van Es
                                                                                            “Amanecemos
                                                                                              Con nueva soledad
                                                                                              Entre tumultos”

 A veces uno no puede despedirse. A veces uno no puede y, a veces, uno no quiere, o no sabe, o no tiene tiempo, o lo que sea que ocurra.
Por eso, a veces -y más a menudo de lo que parece- hay personas que aparecen y desaparecen de nuestra historia. Retales de vida que se cruzan con nuestra trama y nos dejan un pequeño hilo de color en la estampa de nuestra nueva circunstancia.
Porque  en cada encuentro se renueva nuestra circunstancia. Y la circunstancia se hace de encuentros y desencuentros, de casualidades, fortunas y recuerdos, de presencias y ausencias más o menos aceptadas.
Hay personas que olvidamos y, otras, que añoramos a pesar de que los calendarios vayan quemando páginas. A pesar de haber cruzado con ellas solamente unas cuantas palabras.
Hay segmentos de nuestro recuerdo que son imprescindibles para comprender quién somos hoy, quién fuimos ayer y quién podemos llegar a ser mañana.
Y, aunque parezca mentira, no sólo nos atañen nuestras propias ausencias, sino que heredamos ausencias incrustadas en el corazón de quienes conviven con nosotros.
Así comprendemos cómo la ausencia de un abuelo pueda llegar a ser tan importante para un nieto aún sin haberlo conocido, porque la pena de su padre conformará una circunstancia familiar inevitable para ese niño que, contento por tener la presencia del padre, llora sin consuelo porque éste tiene una parte de sí encharcada de tristeza, en luto permanente.
Nadie es imprescindible, eso es bien cierto. Pero hay quienes resultan insustituibles porque nos ayudan a desarrollar nuestro mejor yo estando en su compañía. Y al faltarnos, en realidad, es a ese “nuestro mejor yo” a quien echamos de menos y a quien tememos olvidar para siempre.
Por eso decimos “-No te marches, por favor, te necesito”. Porque esa partida, más o menos pactada, supone fragmentarnos y empobrecernos. Y tenemos miedo, pánico a no poder mostrar nunca más ese yo que nos llenaba de dignidad humana.
Foto: René Van Es

Por eso, al relacionarnos, nos multiplicamos. No porque tengamos descendencia y procreemos, sino porque al interactuar nos manifestamos de múltiples maneras, quizás desconocidas hasta para nosotros, y aprendemos y acabamos siendo un caleidoscopio de “yoes” construidos a base de ausencias y presencias. Y acabamos descubriendo que no somos uno, sino que somos muchos en polifonía conformando una única cantata. Cada “otro” te abre una ventana de ti mismo, un mundo abierto, un nuevo paisaje lleno de claroscuros.
Porque en realidad son los otros quienes nos construyen. No nos engañemos a nosotros mismos, por favor. Nacemos solos y morimos solos y compartiendo nuestras soledades nos construimos. Seamos agradecidos y admitamos que, sin ese u otro encuentro, por desagradable que haya sido la experiencia, no seríamos quienes somos.
Y si antes decíamos que rechazamos la pérdida de alguien gracias al cual surge nuestro mejor “yo”, también es cierto que hay encuentros, no menos fascinantes e importantes, que nos descubren ese “yo primitivo” que lucha por sobrevivir, ese “yo asesino” que nos ayuda a comprender que ese “yo temible” también existe en cada uno de nosotros como un volcán en latencia capaz de arrasar con todo.
Esos encuentros nos descubren cómo nuestro potencial energético tiene múltiples manifestaciones, un anverso y un reverso, una noche y un día.
Es fácil decir desde la barrera “-Yo no sería capaz de tal o cual cosa” “No comprendo el horror de la guerra ni sus atrocidades” “-Soy incapaz de matar a nadie.”
Preguntémonos: “- ¿Estoy seguro?, ¿Me he visto envuelto en una situación límite? ¿Puedo jurar desde una situación privilegiada de seguridad que no sería capaz de hacer lo mismo?”
Y si lo pensamos concienzudamente nos percataremos que saber de lo que uno es capaz es, en cierto modo, tranquilizador. Saber que uno tiene la fuerza, la energía de una tormenta con sus rayos y truenos y también la calma que le sigue, el cielo abierto, el mar apaciguado. Saber que uno contiene al profeta y al asesino. Saber, en definitiva, que uno es naturaleza pura. Error y acierto. Acción y reposo. Retirada y entrega.
Y es bueno saber que somos “en el otro”, “por el otro”, “para el otro” y “a pesar del otro”, existiendo en la medida en que existen “los otros” y que si yo me descubro en el otro y el otro se descubre en mí es porque nos necesitamos para existir, para crecer, para desarrollarnos como seres humanos.
Y está bien saberlo para decidir quién queremos que nos acompañe en el apasionante  proceso de crecimiento hacia la humanidad, teniendo en cuenta que hay quien nos facilita el nacimiento del hombre y quien nos desata la bestia primigenia.
Y es bueno saber también que cada día y en cada encuentro nace y muere algún “yo mismo” siendo, por tanto, seres en continuo movimiento, cambio constante de ganancias y pérdidas, seres naciendo y muriendo a cada instante, buscándonos en los otros a nosotros mismos. Aprendiendo, escogiendo, entregando, decidiendo, recibiendo, llegando y partiendo.
Y si sabemos esto, ¿Por qué no nos esforzamos en cada encuentro por ser una puerta mágica permitiendo al otro que se descubra un yo desconocido, un yo único, maravilloso y creativo?

viernes, 3 de septiembre de 2010

Oración

Foto: René Van Es
Angustias nació en Válor en el año 1900. Su madre murió siendo ella chiquita y, criada por un padre enlutado y unas tías solteronas, fue casada sin amor con Ricardo, un hombre robusto y huraño, nacido en Mecina Alfahar en el año 1895. Ricardo había nacido en el seno de una familia adinerada. Era, por tanto, un buen partido para una huérfana tierna y delicada como Angustias.

Los años fueron pasando de forma letárgica. Y al mismo tiempo que crecían los hijos, el corazón de Angustias se iba deshilachando, extinguiendo como la lumbre de una cerilla.

Pero sucedió un milagro, porque los humanos somos impulso, latido itinerante desmenuzado que va esparciendo sus simientes por la atmósfera en busca de consuelo, de amor verdadero y pasión desenfrenada.

Y, en 1940, apareció él. Forastero. Joven. Apuesto. Inteligente. Locuaz. Divertido y alegre. Atento. Sensible. Mágico. Y ella le creyó. Le creyó porque el alma inocente necesita creer, necesita mirar al cielo, necesita un reflejo de dignidad y una cara de ilusión. Y a pesar de que sus párpados se arrodillaban cada vez que él la miraba por sentirse en pecado, pasó lo que tenía que pasar. Y llegaron los besos.  Y, a pesar de los remordimientos,  la atracción por él  era más fuerte que la estabilidad de un matrimonio roído por la desidia.Y ella siguió creyendo. Y ella siguió luchando consigo misma. Y siguió mirando, ahora de frente, para comprender que ese hombre mágico no era más que una brecha entre su deseo y su esperanza.Y ella empezó a darse cuenta de que el reflejo del cielo era sólo un espejismo del diablo.

Y empezó a sentir esa incomodidad de sentirse exprimida, privada de libertad, escrutada, perseguida por unos ojos murciélagos que querían poseerla. Y dejó de creer en él .Y su alma se convirtió en un cactus sobre monte desierto. Y empezó a sentir ese fastidio de estar siempre escapando. Y sintió un miedo atroz capaz de matar en defensa propia. Un miedo hueco, huérfano de madre, como ella.

Ella, que había sido tan devota. Devota de la virgen de las Angustias y devota del Santo Cristo de la Yedra no perdió la fe e imploró que la liberaran de ese  mal llamado amor, de ese vínculo dañino como cadena perpetua.. Y, escuchando sus lamentos, el Santo Cristo prometió atender sus ruegos de madrugada.

Y a la mañana siguiente, al toque mismo de la quinta campanada, Angustias se vistió de blanco, como una novia, como una virgen, como una azucena recién abierta y recorrió descalza el camino que separaba su casa de la iglesia.

Y entró en el templo como quien entra en su propia alma.Y se descubrió el velo. Y se descubrió el hombro. Y se descubrió el pecho. Y se descubrió su latido maltrecho postrándose ante el Cristo de la Yedra.


Y una voz grave surgida de sus mismas entrañas recitó serenamente la primera y única oración que por siempre jamás le acompañaría:
               ORACIÓN
Vuelvo al punto de rodillas y rezo:
(con los párpados bien abiertos.Mudos.)
"Este amor ya es tiempo muerto, futuro
de hojarasca caída por los pechos,

humus que penetra con ojos ciegos
(de cuerpo presente y sueño caduco)
en carne abierta por besos ateos,
sin Dios, ni virgen ni profeta: humo.

Este amor ya es olvido, blanca túnica
de besos leídos, tiempo de descuento,
cuerda floja, certeza de lo efímero."

Me confieso al tiempo perdido y, súbita,
comulgo relojes, libero lamentos,
cierro bien los dos párpados y vivo.

             AMÉN

Y  en esos mismos instantes el aire flotó en forma de pétalos multicolores y desde los bancos vibraron tiernas canciones de cuna. Y el alba saludó con un guiño al polvo recién nacido de la liberación de un alma torturada.

Y por la ranura mínima de la cúpula partió la congoja de Angustias, desnudándose del abrigo de vacío que le había acompañado desde su infancia.

Y despertó la luz.
Y la luz la besó con un beso iniciático, de resurrección.
Y Angustias salió de la iglesia y esparció la buena nueva por las lomas del infinito para que su suerte germinara en otras almas malheridas.

Y si tú, lector o lectora, tenías el alma agonizando, debes saber que leyendo esta historia has quedado liberado/a para toda la eternidad de amores que, pareciendo miel, inyectan hiel. Porque este es el milagro del Santo Cristo para las almas que, a pesar de haber sudado lágrimas, siguen teniendo fe. Y ahora eres tú quien decide si creer o no creer.